Que los malos se queden solos

Esta semana adopté una nueva utopía. Víctima de la generosa confabulación de amores y amigos, fui embestido por la calidez que mana de la empatía, de la fraternidad, de la querencia sincera y la camaradería, y en ello confirmé una vez más el poder inmenso que reside en la bondad, su potencia eléctrica. A través de sus denuedos espléndidos, que no me agoto aún en agradecer, recordé todo lo que es capaz de lograr esta loca especie, a veces tan extraviada entre reflectores y vitrinas, cuando se empecina en hacer feliz al otro, sin reparar demasiado en los costes personales o los escollos del camino.

Apoyado del mosaico polícromo de su afecto imaginé un país en donde la solidaridad hubiese recuperado su papel germinal de bandera, en donde el amor se instituyera como criterio inapelable de veredictos y sentencias, en donde la ternura fuese enarbolada como consigna imprescindible de cualquier revolución. Y al hacerlo imaginé también un país en donde la perfidia y la mezquindad recibieran de todos nosotros las más contundentes condenas; un país en donde la maldad, como una roña, provocara ámpulas o dolor de muelas, de manera que nadie se interesara en consentirla, muchos menos ejercerla. Un país que habiendo padecido todos los rostros del egoísmo, todos sus anzuelos y demonios, se propusiera desterrarlo para siempre, acorralarlo en una isla distante y desierta donde ya sólo le quede patalear. 

Ya sé que estas ensoñaciones son absurdas, que la maldad se escurre entre las venas de cada uno de nosotros, que aguarda a la sombra de nuestras peores angustias, de nuestras flaquezas sempiternas, pero ocurre que cuando uno es sacudido con tanta vehemencia, con tanta elocuencia y con tanta virtud con la fuerza del amor, resulta imposible no aferrarse a la idea de que ésta puede convertirse en nuestro más pujante motor de cambio; que podemos ser capaces de redescubrir su potencial de brújula, de adobe, de vela con que sortear los vientos violentos que corren siempre al borde del peñasco. Que podemos convenir, a pesar de los tartufos que se empecinan en convencernos todos los días de lo contrario, que la bondad, más que una caricatura de panfleto, es una audacia necesaria. 

Y así, con el impulso con que nos lanza el amor hacia el horizonte, con los músculos remozados y los anhelos repuestos, responderemos a la maldad, a la avaricia y la ruindad de quien se embriaga con espejos, ya no con furia ni con tirria, ni con venganza ni amargura, sino con la determinación de infligir como único castigo una digna y contumaz incredulidad; o lo que es lo mismo, comenzaremos por dejar de creerle al malvado, de entregar nuestras esperanzas, confianzas y esmeros al corrupto o al rufián. Y así, de poco en poco, se irán quedando solos, absortos en su silencio narcisista, en el eco de sus propios aplausos, con sus hambres insaciables y sus sedes insatisfechas. Los malos se quedarán solos, rumiando sus vanidades, mientras la generosidad se ensancha con los votos de la gente. 

Y lo haremos todos, no habrá un alma siquiera que se preste al alevoso juego de quien utiliza a los demás como trampolín, como carbón incandescente. Nos hostigará tanto el pestilente hedor de la egolatría que la tacharemos de infame, un atentado contra la sinfonía de luces, de tesones y cantos, de socorros y alivios, de lealtades y abrazos que lleva consigo la confraternidad humana; un agravio absurdo al sol. 

Posdata: Como sucede con cualquier otra utopía, la que se plasma en estas líneas seguramente está destinada a palidecer ante balances más escrupulosos y objetivos sobre nuestra compleja realidad. Sin embargo, recordando al maestro Galeano, basta advertir que su verdadera utilidad radica no en el examen de su viabilidad sino en que éstas sirven para alumbrarnos el horizonte y apuntalar nuestros arrestos. De esa forma, confío que ésta utopía nos anime a seguir apostando a colocar, por encima de cualquier cálculo o maniobra, la generosidad, la bondad y el cuidado mutuo como brochas irremplazables para colorear el porvenir. 

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