No se van

 “Morir es encenderse bocabajo / hacia el humo y el hueso y la caliza / y hacerse tierra y tierra con trabajo”.

Jaime Sabines

Dicen que nos los arrebataron, pero no es cierto. Sus armas nefastas y aciaga ambición jamás lograron despojarnos del arresto de sus sueños, su furibunda búsqueda de paisajes floridos, ahítos de huertos y plazas atiborradas. Sus balas apenas se llevaron cuerpos, pero a cambio, tras cada descarga de cañón emergieron nuevos luceros que hoy siguen auxiliándonos a remontar los bríos en los días más nublados. Aquí se quedaron sus cantos, sus potentes exhortos al coraje, su oficio de centella, de pregón de primavera; aquí se quedaron sus exigencias, vivas en la electricidad que mina cada puño levantado.

Perduran en la alborada que sigue murmurándonos sus nombres, que narra sus cruzadas a modo de plegaria matinal que nos impele a no olvidar el áspero camino, los dolores cruentos, el llanto desbordado echado a la tierra para germinar derechos y transformaciones. Los nombres de Lucio, Digna, Miroslava y Sinar se conjugan para dar forma a oración que nos susurra consignas de justicia, verdad y lealtad con los desposeídos. Un repique de tambores multicolores exalta la vigencia de sus clamores, el prisma que nos heredaron para teñir de generosidad el horizonte. Aquí yace el fardel de semillas que nos legaron para reverdecer los campos que el privilegio insiste en odiar por pobres, por bárbaros.

Aquí siguen. Sus voces se propagan en la asamblea feminista congregada en las calles, en el corazón hinchado de quien escucha por vez primera las arengas del Subcomandante Marcos, en los jóvenes que expropian en la clandestinidad los muros de la ciudad para dejar testimonios polícromos de la sabiduría popular y su ingeniosa rebeldía. Aquí sigue Genaro, Samir, Radilla y Jaramillo. El eco de sus llamados retumba todavía en las chimeneas de las fábricas, en los talleres que organizan militantes en todo el país volcados a la tarea de forjarse un pensamiento propio, en el decidido andar del campesino que recorre kilómetros hasta la capital con la sola intención de poner rostro a sus demandas. Su arrojo resiste, persiste.

Seguirán porque quienes aún arrastramos nuestra sombra sobre este mundo fracturado y expectante nos negamos a abandonar la costumbre de encender antorchas en su memoria, convencidos de la necesidad de apretujar nuestras audacias y utopías con las suyas, de estrechar nuestras dudas y tribulaciones con las suyas, poniendo luz sobre nuestros rostros semejantes, buscando reunir bravía suficiente para enfrentar juntos, desde todas las coordenadas de la ceiba sagrada, la penumbra del egoísmo y la indiferencia.

Mientras tanto, los mezquinos seguirán intentando convocarnos a la amnesia, los doctos acomodaticios abundarán en su revisionismo crítico y los magnates de la usura y el descarte nos pedirán desertar de la esperanza, acusándola de fraudulenta. Pero no se irán. Aquí seguirán Agnes, Nadia y Ramona, para echarnos carbón al alma y avivar nuestro entusiasmo por parir con nuestros propios músculos y agallas cismas formidables que devuelvan el sol a todas las comarcas. 

No se van. Se quedan en la brisa que aligera el crepúsculo, en los cantos del follaje cuando llueve, en los silencios bobos de mediodía. Se quedan en las flores que perduran en la helada, en las páginas gastadas del librero, en la luz tibia de domingo. Se quedan en los hervores del té en la cocina, en la parsimonia de la marcha en carretera, en la angustia del alma cuando se extravía. Se quedan en la mansedumbre del fogón, en el llanto amargo en solitario y en el nudo existencial que le prosigue. Se quedan en las luciérnagas, en el riachuelo, en el amor con el que aramos la tierra, el aura, la memoria. Aquí están.

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