Lecciones del sur

El primer caso que recuerdo fue el de Manuel, en el corazón del vasto territorio centroamericano. A Zelaya lo habían ungido inicialmente las cúpulas que mantuvieron sometido por décadas al Palacio José Cecilio del Valle, porfiadas en hacer de la tierra magnífica de Guillén Zelaya, caudal exclusivo de algunos cuantos apellidos. Pero para su sorpresa e indignación, Manuel no demoro en recetar al país un fuerte giro de timón. Matriculación gratuita desde prebásico a media superior, emisión de la Ley de Participación Ciudadana y un aumento inédito al salario mínimo, se incluyeron a un cúmulo de acciones que arremetieron contra el statu quo y devolvieron un poco de dignidad a las mayorías hondureñas excluidas tras décadas de despojo. 

Pero el conservadurismo, además de déspota, es rencoroso y no demoró en encontrar la manera de castigar los esfuerzos de las mayorías que respaldaban a Zelaya. Alinearon a todos sus delegados distribuidos alevosamente en cada vena del aparato institucional y entonces instrumentaron la ley, amoldada a sus intereses tras años de asiento en el poder, para imponer, contra el arrojo popular, el yunque del pasado, la cerrazón al cambio y la deleznable custodia de los privilegios. Acusaron a Zelaya de corrupto y dictador y en protervo contubernio entre el Congreso Nacional y la Corte Suprema de Justicia, las cúpulas acordaron destituir al presidente, sin que en ello importara las denuncias venidas de todos rincones de América que acusaban al proceso como un golpe de Estado y menos aún, las voces de miles que, desde los barrios y tugurios, seguían respaldándolo. 

El método probó ser tan eficaz que no se requirió mucho tiempo para volver a implementarlo, ahora en cancha del Trópico de Capricornio, en la República del Paraguay. En la tierra guaraní, el conservadorismo había dominado por más de seis décadas sobre el Palacio de López, varias de ellas marcadas por la atroz dictadura militar de Stroessner. Por eso el arribo al gobierno de un sociólogo y cura liberacionista fue tan refrescante para el continente. Impulsado por las luchas campesinas en defensa del territorio, Fernando Lugo asumió las riendas de la nación para combatir las grandes brechas de desigualdad que pesaban sobre ella. Pero una vez más, contra las convicciones de transformación se opusieron los artificios del derecho y la politiquería mezquina de quienes profesan lealtad sólo a la ambición y a su caterva de rufianes. En 2012 echaron del poder a Fernando, acusándolo de mal desempeño, mientras que en la Plaza de Armas la policía lanzaba chorros de agua y gas lacrimógeno en contra de sus miles de partidarios.

Siguieron los años y otros casos exhibieron el mismo patrón de arremetida conservadora contra los ímpetus de vanguardia, justicia social y auténtica democracia. Representantes legitimados por las urnas y al afecto de millones de americanos ninguneados bajo la sombra neoliberal fueron acusados, uno a uno, bajo argumentos legaloides que encumbraban a las mismas cúpulas, rehusadas a ceder un centímetro de sus prerrogativas. Lula, Correa y Morales integraron así una lista a la que ahora, en forma ignominiosa, se han unido Cristina Fernández de Kirchner y Pedro Castillo. En todas estas historias, el uso faccioso de las instituciones judiciales para castigar ferozmente los impulsos transformadores en nuestra América demostró convertirse en la estratagema favorita del conservadurismo continental, incapaz de arrebatarle a las izquierdas el respaldo de las mayorías. 

Con sus particularidades, cada uno de estos juicios ha demostrado que el clásico arquetipo de la distribución del poder en las instituciones Estado está superado, pues detrás de imperio de las constituciones subyacen potentes intereses de grupo que, al margen de la ley, son capaces y están decididos a influir en el devenir de las naciones, con dos objetivos en mente: 1) preservar sus privilegios, 2) sentar un precedente contra los que osen soñar con un cambio, a la usanza de la antigua inquisición. México debe, ante este subterráneo orden político, sostener el denuedo que ha expresado al condenar los hechos ocurridos en Perú y seguir apostando por la conformación de grandes alianzas suprarregionales unidas en la defensa del oprimido; pero también luchar en su interior, para que estos esquemas no se repitan en nuestro territorio, reconociendo que para hacer posible la transformación no basta con conquistar el timón del Palacio Nacional, sino hay que deshacer la redes de corrupción que aún subsisten en los Poderes de la Unión y los organismos autónomos.

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