Lecciones del Estado de México

Se pueden decir tantas cosas sobre la avasalladora victoria de la maestra Delfina Gómez en el Estado de México. Se puede decir, por ejemplo, que dado el tamaño del padrón electoral mexiquense su triunfo asegura que en los comicios del próximo año se imponga la continuidad del proceso de transformación iniciado en 2018. Se puede decir también que la elección perfila a convertirse en un ejemplo paradigmático de la importancia de la unidad interna como imperativo estratégico para el fortalecimiento de una candidatura, especialmente en coyunturas de fuerte polarización. Incluso se puede decir también que su elección reivindica la formulación de una campaña fundada en la presentación y discusión de propuestas, así como en el impulso a la organización territorial de base. Sin embargo, me gustaría centrarme en una idea que identifiqué mientras participaba en varios de los mítines que la profesora convocó el sur del estado, un sentimiento que iluminaba de una manera muy especial las esperanzas del pueblo mexiquense que la escuchaba atentamente: la idea de que alguien COMO NOSOTROS puede gobernar. 

Por años, la democracia neoliberal intentó (y en algunos sentidos consiguió) sembrar en la conciencia de la población la percepción de que el ejercicio del poder público entrañaba una supuesta complejidad incognoscible para las vastas mayorías y que por ello, éste debía ser detentado por personas doctas, egresadas de universidades prestigiadas, técnicas especialistas de la función pública, empresarias con apellidos rimbombantes que, dados sus caudales y fortunas, eran menos propensas a caer abatidas por la influencia de la corrupción y la impunidad. La agudización de la exclusión y la creciente precarización de la vida que millones de mexicanos y mexicanas experimentamos durante las últimas tres décadas probó que aquello no era más que una falacia con la que la cúpula conservadora pretendía preservar sus privilegios y sostenerse en el poder para beneficio sólo de sus propios patrimonios y vanidades. Más aún, los escándalos de corrupción que inundaron la vida pública durante estas décadas demostraron que la virtud en el servicio público poco o nada tenía que ver con los títulos que uno detentara, por más distinguidos que éstos fueran.

Quizá uno de los efectos más nocivos con la que esta falsa concepción del poder pretendió confinar la voluntad de las grandes mayorías fue la de fomentar en ellas una especie de escepticismo contra quien, asemejándole, perseguía conquistar el poder político. Así, por años, la población rechazó a candidatos y candidatas con quienes compartía más similitudes, ya sea por trayectorias vitales semejantes, por contextos sociales y económicos compartidos o por plataformas que coincidían con sus propias demandas. En su lugar, se votaron candidatos y candidatas que representaban un mundo ajeno y privilegiado al que, sin embargo, se le confiaba la tarea de comprender a cabalidad los desafíos enquistados en la cotidianidad de la población excluida y marginada. Sin embargo, fue gracias a la lucha política del ahora presidente Andrés Manuel López Obrador que esta tendencia comenzó a cambiar y el pueblo comenzó a recuperar la confianza en sí mismo para verse reflejado en el timón de la conducción del proyecto de nación. 

Heredera de este giro de timón, la maestra Delfina Gómez se presentó al pueblo mexiquense en las antípodas de la tradición artificial del priismo atlacomulquense, es decir, lo hizo de manera auténtica, cercana a los dolores y clamores de la gente, transparente en sus virtudes, pero también en sus contradicciones. No recurrió a las recomendaciones de las agencias de marketing ni tampoco a los asesores expertos en comunicación política. En cambio, prefirió reconocerse en el pulso del sentir popular y al hacerlo logró conectar con las inmensas capas de población que los gobiernos de sexenios anteriores habían preferido descartar, haciendo de ellos apenas un insumo de la estratagema de la corrupción que habían perfeccionado a costa de su miseria. Del otro lado, las y los mexiquenses comenzaron a reunir el arrojo necesario para deshacerse de la fútil pretensión de que un extraño acicalado les gobierne y comenzaron a verse a sí mismos en las proclamas y propuestas que la candidata de Morena pronunciaba sobre el templete, para luego unírsele con entusiasmo. Me parece que éste afortunado encuentro entre la honestidad del líder político y la convicción del pueblo que recupera la confianza en sí mismo es un hecho que transformará para siempre a la voluntad popular en el Estado de México. 

Por años, la política en nuestro país fue territorio de “dotados”, de aquellos a quienes un modelo esencialmente desigual les había permitido acaudalar capital político, económico, cultural e incluso estético a sus anchas. No obstante, hoy vivimos tiempos estelares en donde la política ha vuelto a convertirse en patrimonio de los desposeídos y ninguneados. En ello, la determinación de elegir, como lo hizo el Estado de México, a alguien que encarne honestamente las agallas y cicatrices del pueblo al que busca representar tiene, como se confirmó este domingo, un papel central. Confío que la epopeya mexiquense anime a todo el país para buscar no entre el garbo de los reflectores y las sobradas etiquetas, sino entre los suyos, entre quienes conocemos de cerca por el persistente andar que hemos compartido, para así entregar la responsabilidad de gobernar, recordando que el poder, más allá de valerse de verbos como coordinar o proyectar, consiste simplemente en escuchar y obedecer. 

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