El poder fragmentado
En julio de 2018 éramos un mar de expectativas. Tras tres décadas de hegemonía neoliberal y quince años de una cruenta guerra con el narcotráfico, el arribo al poder de Andrés Manuel López Obrador constituía para todo el pueblo de México una promesa de transformación sin precedentes.
La exacerbación de la violencia, los escándalos de corrupción y la agudización de la desigualdad que había marcado el curso de gobiernos comandados bajo las siglas del PRI y el PAN animaba a la ciudadanía a soñar, de la mano del liderazgo del tabasqueño, con nuevos horizontes que devolvieron los ideales de honestidad y justicia social al proyecto nacional. Más aún, en un país como el nuestro, en donde el control del Ejecutivo federal parecía reunir tanto poder, la misión inclusiva y redistributiva del entonces candidato de la coalición Juntos Haremos Historia parecía más factible que nunca.
Sin embargo, a cuatro años del episodio histórico que representó la toma de protesta como Presidente de la República de Andrés Manuel López Obrador, en un zócalo ahíto de militantes y simpatizantes procedentes de todas las latitudes del territorio mexicano, la realidad ha demostrado que conquistar todas aquellas aspiraciones que un primer momento imbuyeron de energía los clamores, esperanzas y reivindicaciones de millones, no ha resultado ser tan sencillo como se esperaba.
Y es que una de las más importantes enseñanzas que, cuando menos para éste columnista, ha dejado éste sexenio es que, lejos de nuestras expectativas presidencialistas, el periodo de dominio neoliberal implicó, como nunca antes, la fragmentación del ejercicio del poder en México, primero a través del debilitamiento en la confianza de las instituciones más representativas, como el Congreso de la Unión o la Presidencia de la República, sino a través de la instauración de un extenso y oneroso aparato institucional que, exento del escrutinio de la voluntad popular (pues su integración dependería sólo de acuerdos cupulares), había asumido funciones estratégicas para el desarrollo económico de la nación o el ejercicio pleno de derechos de la población.
Este novedoso aparato político, alejado del paradigma clásico de Montesquieu sobre la separación de poderes, estaba compuesto por organismos constitucionales autónomos, entre los que destaca el Instituto Nacional Electoral (INE), la Comisión Federal de Competencia Económica (COFECE), el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (CONEVAL) y el Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales (INAI), así como por tribunales electorales, empresas de participación estatal mayoritaria y fondos y fideicomisos, los cuales conformaban un andamiaje institucional que operaba y resolvía sobre asuntos clave para la nación sin abrevar de las fuerzas y convicciones que primaran en los tres poderes de la unión.
Así, la creación de un Estado paralelo al modelo clásico, emancipado de las voluntades populares bajo el amparo de un marco jurídico y constitucional ajustado a los intereses hegemónicos, demostró ser una estratagema crucial para garantizar la conservación y salvaguarda de los privilegios de las clases dominantes ante los riegos de la eventual transición política. Protegidos por leyes que fueron creadas o modificadas mientras dichas clases mantenían, a base de la corrupción y la promesa de la impunidad, el control del Poder Legislativo, lograron pulverizar el poder público e imponer una cadena de obstáculos que harían prácticamente imposible implementar un proyecto alternativo de nación o peor aún, servirían como ancla para el retorno del estatus quo.
Ante éste aprendizaje, parece indispensable adentrarse en una reflexión profunda sobre la vigencia y pertinencia el aparato institucional mexicano, con la audacia suficiente que supone cuestionar instituciones que sin bien responden a mandatos absolutamente loables (como garantizar la legalidad de las elecciones, favorecer la competencia economía y garantizar el derecho de acceso a la información) en la práctica sólo han servido como alfiles de un proyecto conservador decidido impedir cualquier afrenta a sus intereses y convencido a vedar a las grandes mayorías históricamente negadas en el país el timón de sus destinos.
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