El juicio de la historia
Es fácil suponer desde el poder que la corrupción, el nepotismo, el enriquecimiento ilícito a costa del erario y la confabulación a favor de un puñado de intereses cómplices (en menoscabo de la paz y el bienestar de las mayorías desprotegidas de la población) podrán permanecer impunes al paso de los años. La posición ventajosa y privilegiada que brinda la función pública, la participación en garbos desayunos y en reuniones donairosas de toma de decisiones, la confianza que otorga el fuero y los sueldos abultados, entre otras cosas, puede sumergir al tonto en una espiral de ambición y autocomplacencia que termine por hacerle desdeñar una de las más poderosas verdades que existen en política: la historia no deja de juzgar a nadie.
El juicio contra Genaro García Luna, otrora distinguido como el jefe policiaco más importante del país, dueño incontrovertible del monopolio de la violencia durante dos de los más sanguinarios sexenios de los que el pueblo de México tenga memoria, quien ahora es acusado por vínculos con el narcotráfico, recepción de sobornos, protección a cárteles y falsedad de declaraciones ante autoridades de los Estados Unidos, delitos por los que enfrenta la posibilidad de ser condenado a pasar el resto de sus días prisión, deja muy en claro que, aunque por momentos parezca que el acceso a la justicia y el castigo a quienes lucran con las riquezas nación esté vedado, la historia encuentra la manera de exponer la dimensión de las atrocidades de este tipo de trúhanes.
Con lo dicho, me gustaría hacer dos exhortos con el deseo que apunten a la dignificación y fortalecimiento ético de nuestra cultura y clase política. En primer lugar, me dirijo a quienes en el pasado tomaron por asalto las instituciones del Estado mexicano, beneficiarios de un sistema electoral que consintió trampas, fraudes y simulaciones para recibir a cambio la promesa de la perpetuación de una burocracia dorada integrada por sus técnicos más indolentes. A ustedes les instó a responder frente a las consecuencias que este proceso tendrá sobre la opinión pública, así como las secuelas jurídicas que, con buena suerte, terminarán desnudando su ruin connivencia. Que ante los ecos que tendrá la sentencia dictada desde Nueva York ayuden a develar las redes y esquemas de corrupción de las que se beneficiaron por años y recuperar algo de la honorabilidad que perdieron mientras ejercieron el poder.
Por otra parte, quiero referirme a mis propios compañeras y compañeros de movimiento, para que ante las lecciones que brinda este caso encontremos la inspiración para robustecer nuestra convicción de combatir infatigablemente cualquier expresión de tiranía y abuso de poder, entendiendo que ello implica también dejar de reproducir las prácticas en las que en el pasado se ha anidado el germen de la corrupción, una bacteria nutrida de la codicia, la vanidad y el egoísmo, capaz de descarrillar nuestros mejores anhelos de transformación. No se permiten incurrir en los mismos extravíos que caracterizaron a los políticos del pasado, justificando lujos, ventajas y opacidades bajo el pretexto de la coyuntura. En su lugar, asumamos el desafío de romper, con integridad e imaginación, los moldes tradicionales del poder, de manera que cuando sea turno de enfrentar el juicio del pueblo y la historia, no quepan más reproches de los que merecen nuestras humanas imperfecciones.
Soy consciente que en estos tiempos de tempestad ambas peticiones no logren influir entre sus implicados. Después de todo, es muy densa la maraña de mentiras, de artificios y compromisos heredados que todavía estorba el camino hacia la utopía. Sin embargo, pienso que estamos siendo testigos de acontecimientos que nos permiten recuperar la esperanza en que nada escapa del juicio de la historia o bien, que por más que pensemos lo contrario, lo cierto es que nuestros actos resuenan mucho más allá de las fronteras de nuestra coyuntura y se articulan y concatenan en una red amplísima de causas, efectos y significados que escapa nuestros mejores pronósticos. Tengamos eso en cuenta.
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